sábado, 17 de diciembre de 2011

-Apuntes para un autoretrato-

-Mi primera muerte fue así: -Me pasaba las noches sentado en la cama y llenando ce­niceros. Silvia, inocente, dormía de un tirón. Yo la odiaba a la hora del amanecer. La despertaba, la sacudía por los hom­bros, quería decirle: éstas son las preguntas que no me dejan dormir. Quería decirle: me siento solo, yo persegui­dor, perro que ladra a la luna, pero no sé qué carajo me salía de la boca en lugar de palabras. Creo que tartamu­deaba disparates, como ser: pureza, sagrado, culpa, ham­bre de magia. Llegué a convencerme de que había naci­do equivocado de siglo o de planeta. (...) "No me reconocía en los demás." (...) Varias veces intenté escribir. Yo intuía que ésa podía ser una manera de sacarme de adentro a la mala bestia que me había crecido. Escribía una palabra, una frase a veces, y en seguida la tachaba. Al cabo de algunas semanas o meses la hoja estaba toda lastimada, quieta en su sitio so­bre la mesa, y no decía nada. Quise llorar. Lloré. Tenía diecinueve años recién cumpli­dos y preferí pensar que lloraba por el humo de todas las cosas mías que estaba quemando. Armé un buen incendio de papeles, fotos y dibujos, para que no quedara nada de mí. Se llenó la casa de humo y yo me senté en el suelo y lloré. Después salí a recorrer farmacias y compré luminales como para matar a un caballo. Ya había elegido el hotel. Mientras caminaba por la ca­lle Río Branco, calle abajo, sentía que estaba muerto des­de hacía horas o años, vacío de curiosidad y de deseo, y que sólo me faltaba cumplir con los trámites. Sin embar­go, al llegar al cruce de la calle San José un automóvil se me vino encima y mi cuerpo, que estaba vivo, pegó un salto descomunal hasta la vereda. Lo último que recuerdo de mi primera vida es una ra­nura de luz en la puerta cerrada mientras yo me hundía en una noche serena que no iba a terminarse nunca. Me desperté, al cabo de varios días de coma, en la sala de presos del hospital Maciel. Era para mí un mercado de Calcuta: veía tipos medio desnudos, con turbantes, ven­diendo baratijas. Se les salían los huesos, de tan flacos. Estaban sentados en cuclillas. Otros hacían danzar a las serpientes con una flauta.(...) "El cuerpo había seguido echando por su cuenta, mientras yo dormía mi muerte en el hotel." El cuerpo nunca me perdonó. Me quedaron las ci­catrices: la piel de cebolla que ahora me impide andar a caballo en pelo, como quisiera, porque se abre y sangra, y en las piernas las marcas de las heridas que llegaron hasta el hueso. Todas las mañanas las veo, cuando me levanto y me pongo las medias. Pero eso era lo de menos en aquellos días del hospital. Se me habían lavado los ojos: veía al mundo por primera vez y me lo quería comer. Todos los días siguientes iban a ser de regalo. Dos por tres me olvido, y regalo a la tristeza esta vida de yapa. Me dejo expulsar del Paraíso, dos por tres, por ese Dios castigador que no termina de irse de adentro de uno. Entonces pude escribir y empecé a firmar con mi segun­do apellido, Galeano, los artículos y los libros.(...) Y recién ahora, una noche de éstas, me di cuenta de que llamarme Eduardo Galeano fue, desde fines de 1959, una manera de decir: soy otro, soy un recién nacido, he nacido de nuevo-

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